Wednesday, September 28, 2005

OJOS

Andaba detrás de su belleza. Se había enamorado del concepto que se había creado en su mente. Pero también de su pelo, de sus ojos color miel…
¿Miel? En realidad no eran miel. No recordaba de qué color eran. ¿Cómo se puede estar enamorado de alguien y no saber de qué color son sus ojos? Era muy frustrante.
Comenzó a pensar cómo describir los ojos. Pensó que podían ser avellana o nuez, castaños, tostados o pardos, como el cuero o la madera, del color del corcho, arena del desierto o de la playa, chocolate o mazapán (ambos tan dulces)… y tantos otros que nombró al principio y que se hicieron invisibles a la memoria y la retina.
Pasaba horas sin dormir y sin comer intentando acordarse del color. Cada elemento que añadía a su lista se encadenaba a otro y ya no recordaba si lo había repetido. Llegó a tener en su casa colores por las habitaciones, colores por los rincones, colores en el baño, en el salón y en la nevera. Colores por el pasillo, en los sillones, en el cuarto de invitados, en los cajones, en los armarios. Abría el grifo para beber agua y salpicaban colores. Había colores debajo de la almohada y de los cuadros. Dentro del reloj de pared. En su camisón, en el neceser, centrifugándose en la lavadora, enganchados en las telarañas del desván. En la televisión, la radio, el periódico, las revistas. Los colores resolvían los crucigramas, dormían la siesta, escuchaban música, cocinaban más colores, y vestían con sus ropas.
No podía más. El día en que el perro durmió fuera porque los colores estaban en su caseta se armó de valor. Tuvo que cargar su arma con algo más que balas: el insomnio, la desesperación, la frustración y las lágrimas entre otras balas, llenaban el tambor.
Le vio. Tan lindo. Pero tan lejos. Desde el fondo del corredor. El tiempo iba demasiado lento y su corazón demasiado rápido. La arritmia entre las agujas del reloj y las contracciones de sístole y diástole eran insostenibles.
En cuanto pasó por su lado le tomó del brazo. Todo se iba a acabar: el mito de barro destruido. Al fin se iba a personar el amor. Le miró a la cara, una cara de niño que aún estaba por crecer encerrado entre vello de adulto y un cuerpo extraño. Arrancó desde su cuello. Pasó por su mentón, sus pómulos…y los vio.
Nunca los hubiera podido describir en mil sueños ni en mil cuentos de las mil y una noches. La paleta de las sensaciones se tiñó de un solo elemento.
Eran marrones.

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