Wednesday, September 28, 2005

EL CORAZÓN DEL MAR

"Hay que dar a cada uno lo que le pertenece, hay que dar a cada uno lo que merece…"
Estas palabras retintineaban en su cabeza incesantemente. El anciano, quejumbroso, paseaba descalzo por la playa acompañado de estos pensamientos. Pensamientos que iban y venían como el agua contra la orilla. Vaivenes. Así como cada pensamiento traía una idea nueva o completaba la idea anterior, Neptuno se dedicaba a traer recuerdos en forma de algas, piedras, conchas, peces, medusas y también bolsas de plástico.
El viejo se detenía a mirarlo y seguía debatiéndose acerca de la moral de la propiedad y su legitimidad. Había leído mucho acerca de ello sin duda. Y aún se encontraba sin respuesta. En otro tiempo había sido un economista, uno más. Ahora, ya jubilado, se necesitaba para seguir sintiendo. Necesitaba creerse entre balances, cuentas, pagos, deudas, acreedores, inversiones, teorías, filosofías… Añoraba una vida que le había sido negada por culpa de un papel basado en una triste orden. Él había sido un empleado modelo, cumplidor, de los que son la envidia del resto de los compañeros. Siempre impecable, siempre puntual. Siempre perfecto. Siempre sabía lo que tenía que hacer. Nunca o casi nunca se equivocaba. Siempre cercano a lo legal, a lo correcto. No como tantos y tantos corruptos, que tentados por la cercanía del brillo o del poder, se estropean. Robar era impensable para él. Por eso el tema de la propiedad le martirizaba. Proudhon decía que la propiedad era un robo. A él esas palabras le confundían. ¿Estaba robando cada vez que poseía algo? Y cuándo era amo o dueño de su vida, ¿también robaba, puesto que la vida era de su propiedad?
Llevaba sus zapatos náuticos (no por casualidad), siempre bien cuidados, en la mano. Aunque eran antiguos se conservaban estupendamente. Temía por que se ensuciaran con el barro o con las algas, y por ello (además de que le gustara el tacto de la arena mojada contra las plantas de los pies) se descalzaba. Sin embargo, aturdido por su mente seguí pensando: "¿Y por qué lo hago? ¿No es ciertamente otro recelo de la propiedad? ¿Acaso no lo hago porque son mis zapatos y tengo miedo a que se estropeen?".
Lo mismo que pasa con unos zapatos suele pasar con la propia vida: uno se la pone tan poco para no estropearla, creyendo así vivirla bien, que dura tanto como los viejos náuticos, pero no han andado mucho.
Y así, entre vaivén y vaivén llegó a los pies del anciano un remesa de preciados bienes: piedras brillantes, bolsas del Alcampo, pedazos de sal y agua, insectos, restos de comida de los domingueros…Todo era lo de siempre. Más o menos. Hasta que vio la concha. La concha brillante que le llamaba. Era casi marmórea, hecha del mismo bloque que la piel del David y del Moisés. Era un pedazo de cada corazón: uno delicado, otro férreo. Tenía esa misma forma icónica que se le da a un corazón. Estaba envuelto en algas, que formaban un lazo verdoso y espeso. Nada más verla florecieron en él unas súbitas ganas de cogerla. Pero le refrenó la legal voz de su interior: "Hay que devolver a la tierra lo que es de la tierra y al mar lo que es del mar. Y por supuesto, a los hombres lo que es de los hombres. Ya se dijo en otros tiempos. Si no, mal robo haríamos. Un viejo indefenso como yo, achacoso, más cercano al vientre de la tierra que al vientre de la otra madre biológica, la que vio al nacer. Recibo el presente de ti, inmenso mar, más anciano que yo. Y más sabio. ¿Me justifico a mí mismo si digo que es un regalo? Puede que sí. Puede que tú sólo me enseñes lo que tienes, lo que sabes, y que yo te lo quite sin tu permiso. No, no voy a hacerlo. Se ha dicho: No robarás. Robar está mal. Y no serás tú quien me haga incumplir una regla".
Pero todas las reglas tienen su excepción. Y el mar nunca había obsequiado su corazón.

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