Tuesday, October 04, 2005

AGUJAS Y GRAPAS

El matemático escéptico de la medicina creía que no se la debía considerar ciencia. Era inexacta. No como sus adorados números.
Su odio hacia las doctrinas de Ramón y Cajal (por decir uno) y compañía llagaban a plantearle un boicot. Por ello nunca fue al médico. Se curaba él mismo. Se recetaba él mismo. Y ya ven. Había vivido más de media vida así.
Sin embargo había algo que le atormentaba. La culpa de ese trastorno lo había adquirido gracias a las enseñanzas de su madre. Tenía miedo de clavarse una aguja, que se partiera parte de ella y, conducida por una vena, le llegase al corazón y se le clavase. Por eso nunca iba descalzo. Antes de sentarse hacía un repaso minucioso a las sillas. Cuando comía analizaba escrupulosamente cada alimento. La bebida se la servía con cuentagotas pues era el mejor colador que conocía.
Lo del vestido era otro cantar. Cuando una prenda se le rompía, no la remendaba, sino que la tiraba y se compraba otra. En su casa estaban prohibidas por ley las agujas y toda clase de objetos punzantes que se le parecieran. El pánico llegaba a tal extremo de pasarse noches sin dormir, de pie en el pasillo, inmóvil, por miedo a acostarse y morir por atravesar su piel con una punta.
Lo cierto es que entre sus números, sus cuentas, sus raíces cúbicas, sus logaritmos, sus integrales y demás se sentía protegido. Era el único lugar en que dejaba de pensar por un momento en las agujas y se sentía libre, pero libre como pocas personas. Él también sabía disfrutar. Lo malo es que no podía estarse días enteros, semanas, meses….encerrado en su despacho, rellenando hojas que pocas personas entenderían, pues era demasiado inteligente, según creía. El motivo de no poder encerrarse durante tanto tiempo era su salud. Curiosa ironía. Aunque descreía de los doctores (estúpido nombre, yo sí que soy doctor y a nosotros se nos conoce por científicos, mientras que los médicos son todos doctores) seguía los consejos de la única persona que vivía con él en ese infierno de seguridad: su hermana. Aunque de mala gana, aceptó las recomendaciones de ésta de que le diera más el aire, pues el aire es salud, y la salud se demuestra en el color de piel. Y él era más pálido que la estatua de El Pensador.
Un día en su despacho le ocurrió algo insólito. Por un momento perdió la concentración y se fijo en un montón de hojas que tenía encima de la mesa. Sin saber porqué se fijó en su esquina y encontró algo que le aterró: una grapa. Las grapas podían pinchar, podía morir. Qué gran descuido. Así que tembloroso cogió la grapadora en una mano y en la otra el taco de folios. Decidió tirar ambos por la ventana, pero luego recordó el esfuerzo y el tiempo consumidos en hacer aquel estudio. Así que tiró la grapadora con todas las grapas menos la que estaba en el folio. Se puso unos guantes y, aún temblando, intentó sacar la grapa. Tras unos segundos de forcejeo, una pata de la grapa estaba fuera. Pero la mala suerte quiso que la otra se le clavara. Preso de pánico se apretó el dedo con la otra mano para que no corriera la sangre y fue a tientas en busca de unas pinzas para extraerla. La suerte quiso que tropezara con los folios y cayera sobre un número uno que se había dejado tirado. El número le atravesó el corazón.

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