
Clandestino y febril. Así era su amor. Algunos dirían que platónico, pero ella me lo contó una vez: "fue aquella noche en la cama cuando desplatonicé aquel amor. Estaba durmiendo y quería despertarme. " Yo pensé que no hay nada como soñar algo para que no suceda.
Esta idea me volvía a asaltar la mente. Tanto, que llegué a pensar una estupidez: "los feos también se quieren". Cuando se nos habla del amor, nos muestran todo muy bonito, quizá demasiado, digno de escaparate de boutique milanesa. Incluso, el amor que uno siente hace ver todo más bello de lo que es. Y nunca caemos en la cuenta de que hay feos enamorados, aunque otra cosa es lo que ellos vean. "El amor no es ciego, sólo tiene cataratas", dice en un váter de un tugurio que solía frecuentar. Váter que pudo ser lugar de citas y encuentro de esplendores no tan adolescentes.
Así les debió pasar a ellos, que veían todo codificado. La cama, ese gran teatro contemporáneo, ese escenario al desnudo, fue culpable (o quizá fue gracias a ella) la que hizo caer el telón. Fin del acto o acto del fin.
Ahora ese escenario permanece vacío. Aún quedan las últimas flores que lanzaron, pero están pudriéndose. Aún queda la manzana que en otro tiempo perteneció a Paris y hoy está llena de gusanos. Aún quedan sus formas humanas en las sábanas impregnadas, pero no les han hecho la prueba del carbono 14, no están en Turín y, por supuesto, ninguno tiene 33 años. Aún quedan los ecos de los diálogos platónicos, que poco a poco enmudecen. Y aún quedan muchas butacas vacías, que ya no resonrán en aplausos.